La
amistad está presente en lo más arraigado de cada uno. Forma parte de los
elementos fundamentales de la cultura y se le da un valor que es comparable con
pocas cosas de la existencia. Por ejemplo, si no fuese por la amistad con
Pedro, Jesús y su obra estaría francamente menguada. Por una parte está el
carácter anticipador de Cristo al saber que Pedro lo va a negar, no una, sino
varias veces, y, por otra está el autocastigo que se impone Pedro de haberle
faltado a su maestro.
Mi
abuela solía decir que encontrar un amigo es encontrar un tesoro y luego hacía
la correspondiente pregunta:
–“¿Tú conoces a alguien que se haya encontrado un
tesoro?”... y acto seguido solía cuestionar la autenticidad de la amistad. Sin
embargo, a pesar de su suspicacia, llegó a tener muy buenos amigos en su vida.
Más lejos que mi abuela había llegado Federico Nietzsche cuando en su obra
señala la amistad como una especie de moneda de dos caras y lanza su aforismo:
“Tu amigo es también tu enemigo”.
En lo particular tengo grandes amistades, siendo una tendencia propia de mi
naturaleza el cultivar la amistad femenina, la cual muchos han dudado de su
autenticidad por su trasfondo de carácter potencialmente erotizado, mas mis
amigas del alma parecieran un par de compadres que con faldas y buenas piernas
se comportan más cercano a los camioneros que
a lo que se espera de una damita de sociedad.
También tengo buenos amigos, seis de los cuales los conozco desde muy
temprana edad, habiendo sido nuestra hermandad probada por el fuego de la vida.
Digo seis, porque creo que a duras penas la mayoría de las personas llega a tener
tantos amigos como el número de dedos la mano. Eso de tener amigos me induce a
preguntar cuántos amigos realmente tiene cada uno y quien llegue a leer este
texto me gustaría que se hiciese la pregunta –“¿Cuántos amigos verdaderos
tengo?”.
Pero de amigos de amigos, recuerdo uno en particular que murió hace poco y
me ha inducido a cavilar sobre los alcances de la amistad. Estando de médico
rural, en un remoto pueblo fronterizo, un hombre acudió a mi consulta
llevándome a su nieto con una crisis de asma. Lo atendí con celeridad y el niño
mejoró con la medicación de rigor. El hombre, cuando di de alta al nieto me
dijo: -“Mi hijo mayor murió ahogado recientemente y usted se parece mucho a él.
Cada día al mediodía va a haber un plato de comida en la mesa esperándolo a
usted. Si no puede ir, no se preocupe, que igual en mi casa no se pierde la
comida.”
Tres días después, más por curiosidad que por hambre, me presenté a la hora
del almuerzo donde en la casa del buen hombre y un plato de comida caliente
estaba en la mesa esperándome. Diré que se llamaba Juan por confidencialidad,
pero pocos almuerzos pudieron ser tan llamativos. En una casa que asombraba por su humildad, degusté uno de las mejores
comidas de mi vida, servida en una vajilla de bordes de oro y cubiertos de fina
plata. A raíz de ahí, fui conociendo a mi buen amigo, con quien mantuve una
estrecha camaradería durante más de veinte años.
Hay cosas de él que por prudencia no pregunté y un halo de misterio lo cubrió siempre. Era viudo y vivía con su segunda esposa y por lo que entendí, probablemente ni se llamaba como me dijo y tal vez vivía en ese pueblo escondiéndose de alguien o de algo. Mas la muerte de su hijo fue de manera progresiva mitigada por las largas conversaciones, las infatigables partidas de ajedrez o los rituales de los viernes en donde el buen ron hacía que las palabras se soltasen con frescura. Su aindiada esposa lo atendía en una especie de ritual de excesivos esmeros y la cara de ella se alegraba poco a poco conforme me integraba a la dinámica propia de esa vida en la cual terminé por ser un hijo adoptivo.
Ambos me trataron como a un miembro de la familia, en esos tiempos de
energía avasallante y alegrías a borbotones, recibiendo una afectuosidad que
para mí ha sido una de las amistades más profundas que he cultivado. Los platos
con bordes dorados y la magnífica vajilla era lo que había podido salvar de sus
misteriosas correrías y un saco de vivencias que configuraban una infinitud de
historias entretejidas, iban apareciendo cada vez que nos sentábamos a
conversar. Ambos cultivábamos carcajadas al filo de las madrugadas bajo una
luna amarillenta por los vientos de las quemas, en el corazón del llano
venezolano. Era lo que cualquier psicoanalista llamaría una amistad por
desplazamiento, pero esas explicaciones mejor se las dejamos a los estudiosos
de los complicados asuntos mentales. Para mí, Juan fue un hombre que se portó
de manera magnífica conmigo, en un “acompasamiento” que rara vez se da.
Los lugares y las circunstancias en donde brota la amistad son inesperados.
La vida en ocasiones se nos muestra sorpresivamente grata. Una de las cosas que
agradezco es haber tenido los amigos que tengo, a los cuales que he querido y
cuidado. Los amigos que tengo y los que
lastimosamente voy perdiendo.
Twitter: @perezlopresti
Ilustración: @Rayilustra
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 24 de
octubre de 2017
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