Pareciera
que lo que llamamos decadencia cultural, en ocasiones resulta ser la máxima
expresión de lo que potencialmente puede aspirar a ser una sociedad. De manera
paradójica, algunos aspectos civilizatorios han sido circunstancialmente exaltados,
y el implacable paso del tiempo nos ha aclarado que se trataba de solo fugaces
elementos decadentes.
Con
cierta estupefacción me he impresionado por la banalidad con la cual algunos
historiadores contemporáneos desarrollan lo que ellos consideran elementos
enriquecedores de la historiografía, los cuales, a mi juicio, no pasan de ser
asuntos superficiales que lejos de recrear la historia y ubicar los hechos
contextualmente bajo los parámetros culturales en los cuales se desplegaron,
terminan por generar chismografía y necedad que si bien pueden impresionar a
cierto público, carecen de profundidad argumentativa.
Lenguajes y gregarismos
Lo
civilizatorio está profundamente anclado en el lenguaje; particularmente en la
expresión común, en la manera como nos comunicarnos cada día. Pensamiento y
lenguaje van de la mano al punto de que es precisamente a través del signo
lingüístico como logramos modificar la forma de percibir y conceptuar todo
aquello que nos circunda. Al modificar el modo de hablar de un conglomerado, se
logra cambiar la manera de pensar del mismo. El lenguaje no sólo es la base de
la comunicación entre pares, sino que es propio a todas las manifestaciones
culturales: Al comercio, a lo político, a lo afectivo, a lo cotidiano, a lo
trascendente y a lo histórico. Se puede ser muy conservador con respecto
a algo en particular, pero las circunstancias obligan a que aparezca un mínimo
de capacidad adaptativa para aceptar las modificaciones atinentes a la
existencia, por más moderado que se pretenda ser. Lo propositivo es lo que
fluye, entendiendo que los cambios son inseparables a la vida, propios al
movimiento de las cosas y al paso del tiempo. De hecho “la vida” es el mejor
ejemplo de cambio.
Las palabras y sus cambios
El
lenguaje va cambiando, en ocasiones de manera acertada y en otras en forma
“errática”, todo como consecuencia de ciertos equilibrios propios de la
dinámica de los sistemas. Por ejemplo, una de esas palabras que de manera
temeraria y victoriosa logró calar e insertarse por tiempo prolongado en la atareada
sociedad venezolana es el término “oposición”. “Opositor” y “oposición” en
realidad son desatinos retóricos que logran dispersión. Ser opositor a algo es
(limitadamente) trabar, dificultar, evitar e incluso evadir o escapar de una
circunstancia particular. Tendría sentido si el término ocupase un tiempo
delimitado, pero se desvirtúa cuando se mantiene indefinidamente. La razón:
Oposición sin proposición es la exaltación de la nada, de lo inexistente. Al calar en el discurso la palabra “oposición”
(como proposición), cuando en realidad significa poco, los resultados en
relación con impacto a largo plazo podrían ser nulos, porque sólo a través de
lo proactivo se llega a algún resultado. Por ello, una de las técnicas de
confrontación más elementales propias del manejo discursivo es la siguiente
premisa: “Una proposición sólo puede ser contrarrestada con otra”. Al menos en
el terreno de lo pragmático, de lo operativo, de aquello que es capaz de
producir un efecto que se mantenga a largo plazo. Si alguien me dice verde y yo le respondo
amarillo, estoy haciendo una contrapropuesta, pero si alguien me dice verde y
yo le respondo que no me gusta el verde, estoy cayendo en la doble repetición
discursiva. Dice verde, yo digo verde, al final es verde dos veces. Sin darme
cuenta, estoy ratificando la premisa de que sólo el verde es el color que nos
ocupa.
Historia y firmeza
El
permitir el manejo poco acertado del discurso es consustancial a sociedades
“pasionales”. El manejo atinado del discurso, por su parte, es propio de quien
sabe operar tácticas y estrategias persuasivas. Si en algo han fallado de
manera notoria los que han realizado el encomiable papel de tratar de guiar a
la sociedad con fines benévolos, ha sido precisamente en no contra argumentar
con firmeza. Sólo se logra minimizar cualquier discurso propositivo cuando se
emplea otra proposición.
El hombre tiene una “necesidad de creer” que es consustancial a su naturaleza. Quien esgrime el discurso en términos positivos y proactivos tendrá mayores posibilidades de concretar metas que aquel que sólo se satisface con hacerle frente a una premisa sin sustituirla por otra. Mientras más impacto tenga esta premisa, mayores posibilidades de éxito tiene y mientras una premisa tenga parecido con la ya existente, menos logros ha de alcanzar. Quienes manejan el discurso dirigido a grandes mayorías tendrán que ir afinando sus palabras. No sólo a través del encantamiento que produce la manera de decir las cosas, sino interesándose porque lo que se diga sea efectivo, contundente, propositivo. El tema da para cortar largas telas. Seguiremos.
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 02 de marzo de 2021.
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