lunes, 29 de junio de 2020

Fortaleza y buena vida


Incluso para un merideño, en Santiago de Chile hace frío en invierno. Mi esposa tiene la generosidad de traerme una nueva taza de café mientras escribo y frente a mi computador, el cielo se va despejando, dejando que se asome con toda su blancura la Cordillera de Los Andes. Ante la contrariedad haber dado por perdida mi biblioteca, construida durante décadas, he resuelto valerme de los libros que me ofrecen las instituciones públicas y poco a poco reconstruir una nueva selección de textos. Esta vez, sin dudas, los que hayan pasado por el duro filtro de la selección de quien ha dedicado un buen tiempo de su vida a leer.

Antes leía lo que me caía en las manos o literalmente iba de compras a las librerías como quien va al supermercado. Por estos días me interesan más los libros de historia, las biografías, las grandes obras de la filosofía y por supuesto, la literatura. En particular, los textos literarios me cautivan, tanto las novelas como los cuentos. De muchacho leí mucha poesía, no siendo una prioridad en estos tiempos. Cierta actitud contemplativa en mis horas de ocio ha permitido cultivar mi interés por el asombroso mundo que nos circunda, tanto el universo de la naturaleza, como los espacios que el ser humano le arrebató a la misma: Las ciudades.

Naturaleza en el corazón

Desde muy temprana edad comencé a subir montañas. Ya adulto y con buenos equipos, desafiaba a la naturaleza y me probaba a mí mismo las veces que podía. Me metía en los páramos merideños, siempre a más de 4000 metros de altura, hasta durante una semana, en la más absoluta soledad y comunión conmigo mismo. En algunas ocasiones me tornaba caviloso y solía rumiar en torno a ciertas ideas, pero la mayor parte del tiempo, en las montañas, no pienso. Literalmente mi cerebro queda como si atravesase una insólita inercia que me permite disfrutar de forma apacible y tranquilo. Una suerte de rara paz que ninguna otra satisfacción personal me ha generado. Esa paz se ha visto menguada, luego de casi cincuenta años caminando, al punto de que mis rodillas ya acusan los daños de esas infinitas y espléndidas caminatas. Mi tendencia a deslumbrarme por el contacto con la naturaleza ha sido parte de lo que soy. He estado en peligro muchas veces y lo he asumido con estoicismo. De la desesperanza surge el encandilamiento de las pasiones y fallan las ideas. Un buen montañista es por encima de cualquier cosa, un ser capaz de controlar sus emociones. Esa experiencia la viví con la intensidad con la cual asumo la vida.  

Ciudades y encantamientos

He tenido la fortuna de viajar. Unas veces porque he tenido que cambiar de hogar, otras por trabajo y la mayoría de los viajes por gusto. El placer de los viajes es sin dudas una condición que fortalece el carácter y permite disfrutar, conocer, pero por encima de cualquier cosa: Comparar. Una vez, caminando por una montaña muy hermosa, cerca de Bailadores, en Venezuela, vi un sendero que me llevaba a otra montaña que me pareció tan bella que me sentía en otro mundo. De frente venía una anciana que llevaba un quintal de leña en la cabeza y sin poder evitarlo, le comenté que me parecía muy hermosa la montaña que estaba viendo. La vieja, enfurecida, me dijo que había padecido la maldición de haber estado toda su vida en el mismo sitio y que no conocía mayor infierno que el tener que ver ese paisaje todos los días de su existencia. “-¡Voy a morir sin conocer mundo!”, me gritó y siguió su camino.

Pienso lo mismo que ella. Si algo da entendimiento y capacidad de desarrollar una sana perspectiva del mundo es la posibilidad de viajar y en esos viajes, inexorablemente iremos conociendo ciudades, algunas de las cuales querremos no recordar y otras quedarán tatuadas en nuestros pensamientos. Podría nombrar tantas y las aventuras y sorpresas que en cada una de ellas he vivido, que bien pudiese dedicarme a la crónica propia de los que trabajan en recrear sus viajes. Viajar es una manera de vivir, de alejar el tedio y de aprender. Por encima de cualquier otra forma de experiencia, en cada viaje y en cada ciudad que visitamos, se nos impregna un espíritu que constituye la esencia de ese poblado, de sus habitantes, de sus costumbres y sus diferentes formas de conducirse. El viaje es la punta de lanza de la posibilidad de ser universal.

Epílogo de un pasajero

En los viajes podemos conocer las más increíbles personalidades. Así lo he experimentado y de los lugares más insólitos han surgidos grandes amistades. Tendiente a ser selectivo con la posibilidad de desarrollar afecto hacia las personas, es en los parajes montunos y urbes contaminadas donde he podido compartir y desarrollar grandes vínculos interpersonales. Una cosa ha llevado a la otra. La amistad forma parte de las grandes virtudes humanas y el cultivo de la misma, requiere de paciencia y mesura. Cultivar una amistad es como sembrar una planta, que requiere invertir energías, así como sus necesarias dosis de alegrías.



Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 30 de junio de 2020.

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