Según
la definición de Aristóteles, lo trágico es lo que pone de relieve el carácter
“absurdo” de la existencia, la historia que es capaz de suscitar “piedad y
terror”, en donde las personas inocentes son castigadas por culpas que nunca
cometieron o se ven atrapadas en situaciones irresolubles.
Esta
dura representación de la realidad de la vida, sin la mistificación del “final
feliz”, lleva a una purificación de las emociones que Aristóteles denominaba
catarsis: de este modo la tragedia enseña a dominar el dolor y lo ridículo de
la vida, desarrollando una especie de hábito con respecto a la idea de la
muerte y de la solución inevitablemente “trágica” de las vicisitudes propias de
existir.
En
la antigua Grecia existió un vínculo evidente entre el desarrollo del
pensamiento filosófico y el nacimiento simultáneo de la ciudad-Estado (polis)
libre. El pensamiento filosófico estuvo favorecido por un sistema que, sobre
todo en Atenas, garantizaba el amplio espacio para el debate, cualquiera que
fuese el partido en el poder. Esa es la esencia de cualquier sociedad que
pretenda lograr armonía entre sus integrantes y sin libertad y debate la vida
colectiva es una calamidad.
Un
montón de años después de la extraordinaria plenitud ateniense, en nuestra
contemporaneidad, a veces tengo la impresión de que los siglos de civilización
y potencial capacidad para humanizar al hombre no son sino un gigantesco chasco
en donde con gran dificultad apenas existen focos de civilización en algunas
partes del planeta. Nunca he podido cultivar el pesimismo por un asunto
claramente temperamental: no es propio de mi naturaleza ni tengo tiempo para
eso. Sin embargo, tengo una especie de visión prefigurada en la cual concibo la
existencia como un infinito cúmulo de interrelaciones que conforman un sistema.
Somos parte de un sistema y un cambio en un “engranaje” del sistema tiene la
potencial capacidad de modificar la totalidad del mismo.
Si
la existencia es un todo inter-relacionado, nada me puede ser ajeno y en esa
interconexión de las cosas, “todo tiene que ver con todo”, lo cual me lleva a
mantener dos posturas en relación a la vida: la primera es la convicción de que
funciona como un péndulo en donde hay tiempos buenos y hay tiempos malos, lo
cual nos obliga a prepararnos para ambos, enfrentando y sobrellevando lo malo,
así como celebrando y disfrutando lo bueno. La segunda es que ese carácter
“absurdo” de la existencia, de lo cual nos habla Aristóteles, solo puede ser
enfrentado a través de un sistema estructurado de ideas, dentro de las cuales
hay dos que son de mi interés: el bien y el mal.
Psicológicamente,
el mal es movilización sentimental negativa dirigida a un objeto o a sí mismo,
que termina produciendo dolor. El bien, psicológicamente, es movilización
sentimental positiva que se dirige a un objeto y que potencialmente puede
generar afectuosidad. La intensidad con la cual se desarrolla esa afectuosidad
se puede terminar convirtiendo en amor. Las categorizaciones entre el bien y el
mal, en términos sociales, se encuentran incrustadas en el gregarismo de la
especie humana. De manera práctica, sin malicia (una forma de mal), no puede
existir el bien, así como sin afecto, es muy difícil cohesionar un gregarismo
solidario.
Toda
persona “se merece” el tiempo y el lugar en el cual le toca vivir, y se lo
merece no por una suerte de castigo o premio, sino porque todos somos la deriva
de una infinitud de acontecimientos que nos preceden y nos ubicaron en el sitio
en el cual nos encontramos. Por eso, cada vez que me quejo, soy consecuente con
la postura aristotélica, porque soy capaz de darme cuenta de lo ridículo de la
existencia.
Revertir
la ridiculez o lo “absurdo” de la vida, capaz de suscitar “piedad y terror”,
requiere apegarse a la idea del bien y de cimentar las bases para que la
solidaridad sea el vínculo generador de afectividad entre quienes por un asunto
animal somos seres que vivimos en grupo. La gran manada humana es capaz de
hacer las cosas más extraordinarias en sentido positivo si así se lo propone o
si así lo necesita. En el tiempo y en el lugar en el cual me ha tocado vivir,
solo me puedo apegar a formas de solidaridad para poder sobrevivir.
En
muchos sentidos, seguimos siendo los hombres de las cavernas marcados por los
más disonantes deseos, sin poder dejar de ser manada, que solo nos queda
enlazarnos para sobrellevar la coexistencia. Si existiese un grupo o una generación
de personas que fomentase esta unión propia del gregarismo humano, nada podría
detenerlo, porque está en el ADN de lo que significa ser humano. Ante lo que
percibimos como malvado o tendiente a crear divisiones, odios y fracturas, se
debe sobreponer la inteligencia de quien entienda que cuando la manada se
unifica se hace fuerte y cuando se divide se debilita.
Es
la gran historia humana y de la civilización, la cual, en ocasiones, es tan
retorcidamente cíclica que me parece una perfecta obra de teatro.
Twitter:
@perezlopresti
Publicado
en el diario El Universal de Venezuela el 21 de febrero de 2017
Enlace:
Ilustración: @odumontdibujos
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