La primera vez que subí una montaña tenía cinco años. Mi padre daba
clases en la que actualmente se llama ‘Facultad de Ciencias Forestales y
Ambientales’ de la Universidad de Los Andes y frente a dicha dependencia existe
una loma que los merideños llamamos “el cerro de forestal”. Como mi padre es
botánico, solía llevarnos a mis compañeros de estudio y a mí al campo en un
afán de sembrar el espíritu conservacionista y el amor por la naturaleza en
cada uno de los que lo acompañábamos. Tomaba una rama o una hoja, la miraba con
una lupa y decía su género, especie y nombre común.
No es frecuente tener un padre botánico a quien acompañar a
realizar trabajos de investigación. Recuerdo un experimento que consistía en
tomar muestras de plantas en los bosques que se encuentran en la ruta hacia el
Pico Bolívar. Una investigación que requirió creatividad para recolectar
especies a varias decenas de metros del suelo en las ramas de los gigantescos
árboles. Desde bromelias hasta hongos, el esfuerzo requirió trepar los árboles
con cuerdas especiales que mi padre se ataba al cuerpo, usando unas enormes
varas de aluminio con una tijera y una canasta en la punta, que permitía hacer
la toma más distante. Sus trabajos eran publicados en revistas especializadas y
en el presente sigue siendo consultado por expertos.
La esencia de lo que mi padre hacía, solía resumirlo con la
siguiente expresión: “Si lo oyes lo olvidas, si lo ves lo crees, pero si lo
haces lo sabes”. Era el hacerlo y no decirlo, lo que le daba auténtico valor a
las experiencias vitales. La idea de que el que hace las cosas propias de su
oficio es el que verdaderamente conoce su labor. Por eso cuando asistía a una
sus clases, estaba presenciando a un experto en el tema, quien además era capaz
de enseñar a otros sobre lo que conocía ampliamente en el terreno.
En la casa de mis padres había una gran biblioteca. Un día me puse a
ojear unos libros y descubrí que estaban escritos en unos caracteres
desconocidos. Pregunté y me dijo que era el idioma ruso. Así descubrí que mi
padre además de encaramarse en la copa de los árboles como Tarzán, sabía varias
lenguas. Entonces quise imitarlo y me dio por leer. Un día le pregunté por
ciertos libros bellamente presentados y me dijo que eran las obras completas de
Marx y de Engels. “Si vas a ser comunista o no, debes leerte estos libros”.
Desde esa época, y luego de haberme leído tamaños textos, siempre he dicho que
la obra de Marx la leí siendo un niño. La gente suele reírse pensando que es
una broma, cuando en realidad es una experiencia de muchacho.
El culto al conocimiento siempre iba más allá. Siendo
ingeniero forestal especialista en botánica,
licenciado en educación, docente de varias escuelas y materias en la Universidad de Los Andes y científico
reconocido a nivel mundial, a los 49 años decidió hacer todo eso a un lado, se
jubiló y se dedicó al derecho. Como abogado litigante se especializó en derecho
laboral y solía ir todos los días a los tribunales hasta casi el presente. A
mis padres les debo la educación que me dieron y su ejemplo de vida.
¿De dónde sale una persona así?
Mi padre pasó su infancia en un campo ubicado en el estado
Lara llamado “Pozo Arriba”. De niño era pastor de cabras. Cuando leí a Miguel
Hernández, le dije a mi papá: “Mira,
éste poeta era pastor como tú”. Vivió una infancia rural marcada por el
contacto con la naturaleza, sus fenómenos y la interpretación de los más
disímiles instrumentos musicales. El abuelo Valentín, padre de mi padre, es un
reconocido floklorista que cultivó el “Tamunangue” como pasión de vida y tenía
una distribuidora de leche que surtía a El Tocuyo, repartiendo la misma en una
tropa de bicicletas. Para mi abuelo, lo más importante era que sus hijos
estudiasen en la universidad de Mérida, por lo que mi papá de pastor de chivos
fue a la universidad autónoma y con una beca logró graduarse y ser profesor
universitario, además de hacer estudios de botánica avanzada en los Estados
Unidos. Ese es uno de los más grandes éxitos en materia educativa de nuestra
nación. La posibilidad de que sus más disímiles hijos hayan tenido acceso a una
educación gratuita, de extraordinaria calidad con un elemento igualitarista que
unificaba a personas provenientes de los más distintos orígenes.
En las universidades autónomas todavía subsiste una calidad
que comprobamos cuando tenemos la oportunidad de estudiar en el exterior.
Nuestras universidades autónomas siguen brindando la oportunidad a los
venezolanos de todos los orígenes de tener una educación de altura. Lo digo con
conocimiento porque provengo de su seno y como académico me entusiasma que ante
tantas adversidades todavía se cultive en Venezuela la pasión por el estudio.
Cuando algún muchacho un tanto desorientado me pide un
consejo, sólo insisto en que no deje de estudiar: El estudio es la gran
herencia que se nos deja a una generación a la cual pertenezco y suelo defender.
Twitter: @perezlopresti
Publicado en el
diario El Universal de Venezuela el 28 de marzo de 2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario