“Ese día llegué a
Caracas y no me asaltaron”, es la frase con la cual suelo hacer un paralelismo
con la expresión de Camilo José Cela y la ciudad de Madrid en su libro La familia de Pascual Duarte. La idea
recurrente de que uno está retando aquello que lo circunda y sale más o menos
ileso me acompaña desde hace rato.
Desprevenido e incauto
son las maneras de calificar cierta forma de conducirme desde el año pasado.
Iba a cruzar el puente internacional Simón Bolívar para entrar a Colombia por
Cúcuta, así que decidí llegar a San Cristóbal por tierra un par de días antes
de emprender el viaje. En la casa de mi tía no me esperaba nadie, así que
mientras hacía tiempo para que ella llegase, me quedé dormido en la grama de su
jardín.
Estaba profundamente
dormido y soñaba que me hallaba flotando sosegadamente en Cayo Sombrero, en el parque nacional Morrocoy, uno de los lugares
más hermosos del planeta. En el sueño me encontraba rodeado de peces y
serenidad. Infinitud de especies marinas circulaban a mi alrededor cuando un aguamala me rozó la piel generándome una
intensa sensación de quemadura. Despierto y estoy rodeado de gente, mientras un
policía tachirense me solicita la documentación.
Aclaro que estoy de
paso, esperando a mi tía que se ha retrasado unas seis horas y luego de una
gran explicación, entrecortada por los bostezos propios del más profundo
cansancio, mi tía llega, aplaca la curiosidad de los vecinos y le explica al
buen gendarme que no soy un peligroso delincuente sino el sobrino que llegó más
temprano de la hora que ella creía.
Un buen plato de comida
caliente, un colchón que da sosiego a mi cansancio y una buena sobremesa con
vino incluido es el precio por haber sido señalado como alguien potencialmente
peligroso por los vecinos. Lo cierto es que esa dupla entre estar reposando en
el suelo y al rato estar sentado en una mesa con buena vajilla comiendo y
bebiendo a mi gusto, se ha vuelto una especie de carrusel vivencial en esta
etapa tan curiosa de mi vida.
La incertidumbre se ha
convertido en la cresta de la ola para cualquier venezolano común y corriente y
creo que esa misma incertidumbre que me embarga, también crece en el terreno de
quienes hasta hace poco se sentían confiados en sus circunstancias. Lo cierto
es que no dejo de hacer malabarismos para sobrevivir, siendo el viaje la manera
como me he conectado con cierta forma de ser que había abandonado hace años. El
viaje como una evasión y escape de realidades que nos afectan y el viaje como
puerta de entrada de otras realidades, algunas de las cuales pintan mucho
mejor.
Muy joven recorría
Venezuela entera como si fuese el patio de mi casa. Con un espectacular
Chevrolet iba de Perijá a Tucupita y de Catia La Mar a Puerto Ayacucho por las
carreteras de mi país, parando literalmente en donde me agarraba la noche y
descubriendo los más bellos parajes y las mejores personas.
Nada me costaba agarrar
un avión para terminar en el barrio rojo de Ámsterdam o en la bahía de Nueva
York. El mundo era un continuo indetenible para explorar y disfrutar a mi
antojo era una forma de ser. Las condiciones de vida cambiaron y ser un
explorador y un viajero tal vez hoy lleva más que nunca la marca de lo
aleatorio. La incertidumbre del explorador que no sabe cuál es su destino
porque el viaje se ha vuelto el fin en sí mismo.
De las cosas que me han
puesto a pensar un poco más de la cuenta es la relación con mis amigos de
siempre y a los que afortunadamente he venido conociendo. Como si la gran
amistad fuese infinita y en esa rueda dentada que es el mecanismo de engranajes
que acompaña el afecto de los amigos hubiese cabida para conocer y querer a
mucha más gente de lo que hubiésemos pensado alguna vez.
Estos días creo que
tengo más amigos que nunca y los amigos de infancia y juventud temprana están
más cerca que siempre, porque nos hemos vuelto todos unos viajantes sin
paradero fijo y lo potencialmente impredecible nos ha vuelto a reencontrar para
hacernos entender que ninguno ha cambiado en lo más mínimo, al punto que
pudiésemos intentar una partida de fútbol en cualquier lugar del mundo,
declamar algún texto de un escritor afín y rematar con una noche de buenas Pilsen con churrasco incluido.
Caso especial merece
reflexionar sobre los amigos que voy conociendo porque por Dios que jamás
hubiese imaginado que las redes sociales servían de mucho y menos que me iban a
poner en contacto con tantas personas generosas e inteligentes que me han
brindado su infinito apoyo y calidez en esta etapa de mi vida. Es así como he tenido
la posibilidad de conocer a gente similar, con afinidades comunes y cercanos
intereses que poco a poco me ha generado la impresión de que sí es posible
enterarse de que hay un gentío que se parece a uno y es posible que esa
vinculación se pueda materializar a través de los instrumentos postmodernos en
un enorme compartir cercano y reciprocidad afectiva.
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el martes 05 de junio de 2018.
Twitter:
Enlaces:
No hay comentarios:
Publicar un comentario