Un
pobre hidalgo de aldea, Alonso Quijano, ha decidido ser un caballero andante y
se ha dado por nombre Don Quijote de la Mancha ¿Cómo definir su identidad? Es
el que no es. Don Quijote le roba a un barbero la bacía de latón, que toma por
un yelmo (“casco”).
Rodeado de gente, el barbero ve el recipiente de su propiedad y quiere
llevárselo. Pero Don Quijote, lleno de orgullo, se niega a tomar un yelmo por
una bacía. De pronto un objeto tan sencillo se transforma en una pregunta:
¿Cómo probar que un “recipiente” en la cabeza no es un “casco”? Los traviesos
parroquianos, para divertirse, dan con la manera objetiva de demostrar la verdad:
El voto directo de todos, de manera secreta. Sin excepción, los presentes
participan, y el resultado es inequívoco: El objeto es reconocido como un
yelmo. ¡Admirable broma ontológica!
Muchas
veces, cuando he ido a votar en las múltiples elecciones que se han hecho en
nuestro país en las últimas dos décadas, he sentido que participo en una
tragicomedia de la cual no me es posible escapar. Sin embargo, me sosiego y de
manera estoica, como un Quijote, termino por aceptar los forzosos resultados.
Las reglas de juego de los sistemas democráticos son implacables en este
sentido y por más que sienta que se trata de un desvarío de la mayoría,
entiendo que mi rol de ciudadano es respetar la decisión colectiva, aunque la
perciba como un error o una broma.
Con
todo lo desatinado que nos pueda parecer el resultado de una elección, es la
regla de juego de la cultura a la cual pertenezco. De hecho, el voto universal,
directo y secreto es una de las más grandes conquistas de la civilización. Es
natural que un grupo de poder aspire a mantenerse en el mismo, pues el que
ostenta el poder no desea abandonarlo. Normalmente, en las sociedades
democráticas, las personas que ejercen cargos públicos tratan de realizar una
labor que les permita promover sus éxitos, siendo precisamente el exhibir sus
conquistas lo que hace que la gente crea en ellos y los siga apoyando a través
de la principal regla de oro de la dinámica de las democracias: Las votaciones.
Soy
de ese grupo de personas que cree que las cosas que se hacen en nuestro país
desde la instancia gubernamental son previamente pensadas. Si son buenos o
malos esos planteamientos es un asunto de fácil comprobación. Basta con ver los
resultados que se obtienen y si se persiste en mantener las cosas que se
anuncian. Es muy difícil pretender que se está siendo un gobernante exitoso
cuando el discurso no se corresponde con la realidad, a menos que se esté
tratando de hacer una chanza. Para que la sociedad se oxigene y quienes
protagonizan la práctica del poder sea potencialmente cambiada se creó el
infalible método de carácter igualitario que permite que el voto de un humilde
trabajador tenga el mismo valor que el del presidente.
La
conquista y reconquista del poder del voto ha sido uno de los grandes avances
en la historia de la civilización, dado que este procedimiento sencillo,
permite que las grandes desavenencias sean resueltas en paz y se minimice la
confrontación entre ciudadanos. El no ceñirse a esta dinámica es la puerta de
entrada por los caminos de la incertidumbre. Es muy delicada la dinámica de
nuestro país en estos tiempos en los cuales el asunto se resuelve con contarnos
y se intente impedir este canal de entendimiento.
El
proceso a través del cual los candidatos a ejercer cargos de poder se ganan
nuestras preferencias está relacionado con nuestra propia identidad. Apoyamos a
aquellos a quienes vemos como cercanos y nos parecen extraños, quienes se
conducen de una manera distanciada a la nuestra. De ahí esa frase que tanto ha
calado en la historia de las naciones: “Cada pueblo tiene el gobierno que
merece”. Tal vez en el pasado, ese
pueblo se sintió identificado con un liderazgo que ya ni siquiera existe. Por
eso es necesario que volvamos al cauce de la normalidad y se reactiven las
reglas del juego democrático. El olvido suele sobrepasar la velocidad del
propio tiempo.
En
esa ilusión recurrente de esperar mesías de última hora, cabe recordar a George
Orwell, tantas veces citado en la Venezuela de nuestros tiempos, quien al final
de sus días, tras mucho batallar lo vio claro: “En política, todo lo más que se
puede hacer es decidir cuál de los dos males es el menor”. De ahí que el buen
político es el que sabe elegir, y se elogia como el hábil por naturaleza. Como
diría un buen amigo malhumorado, el político sagaz es aquel que es capaz de
estar sentado en la cerca y tener las orejas pegadas en el suelo.
El
pobre hidalgo de aldea, Alonso Quijano, por más desvaríos que pudiese tener en
su cabeza, aceptó la posibilidad de que la realidad fuese decidida por
consenso. El problema es que en la Venezuela del presente, no se trata de una
broma pueblerina, ni de los desvaríos de alguien que se cree caballero andante,
sino de una tragedia macabra de cuyos alcances no nos hemos percatado en su
totalidad.
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 16 de mayo de 2017
Ilustración: @odumontdibujos
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