En
2018 tuve que exigirme mucho con el asunto de la migración al sur del
continente. Asimilarse a una cultura y tratar de entender la misma conlleva a retos
improbables de predecir. Haz en Roma como el Romano hace es un adagio
que se remonta a tiempos lejanos y cuyo sentido lo aclara mi Santo preferido.
El asunto es que una cosa es hacer lo que los romanos hacen en relación con
aparentes banalidades, como podría ser ayunar y otra muy distinta es abdicar
del sistema de creencias y valores propios y preconizar el de los otros. No
funciona.
Lo
cierto es que ese 2018 fue de muchas tensiones y pocas distensiones. Un año
para asimilarme en 365 días a una sociedad y una cultura que no era la mía. Las
exigencias emocionales no fueron menores y con relación a las formalidades
profesionales, doy gracias a mis queridos profesores de la Escuela Vargas de
Caracas por todo lo que me enseñaron, al punto de que me integré laboralmente
en tiempo récord.
En piloto automático
En
2019 el piloto automático de la existencia se activó y fui tomando el cauce
propio de las rutinas sanas. Una rutina sana es el deseo de repetir aquello que
nos place, lo cual aplica en la vida, en los trabajos y en las relaciones
interpersonales. Amar, por ejemplo, es el deseo de repetir con una persona en
particular. De ahí que lo amatorio es gozoso por cuanto se repite con el mismo
ser sin que se genere aburrimiento, porque el alcanzar en pareja una meta de
inmediato genera el deseo de formularse otra y se va saltando en la vida de
meta en meta, cada vez que conseguimos aquello que nos proponemos. En 2018 y
2019 hice del metro mi tercera morada y el encuentro con una insólita cantidad
de compatriotas se hizo constante. La mayoría eran alumnos o colegas de la
Universidad de Los Andes de Santiago de los Caballeros de Mérida, lugar en
donde me desenvolvía con trajes de buen corte y respetuoso estilo. Acá en mi
autoexilio ya no uso esa vestimenta y la necesidad de agilizar mis pasos por
las calles me volvieron a la informalidad propia de un estudiante
universitario. Luego se vino con fuerza la amenaza de una pandemia y mi mujer,
siempre atinada, me forzó a comprar un automóvil el 31 de diciembre de 2019, lo
cual era la oportunidad para volver a mis anchas en las pistas.
De cabeza en los libros
2020
fue un año aburrido y sereno, contrario a lo que muchos han vivido. En el
centro del huracán de una pandemia, parece que mi sistema inmune entró en
estado de alerta y esa cosa rara del teletrabajo hizo que nuevamente volviese a
la introspección del filósofo que soy y sin ambages me entregué a la lectura.
Nadé en ríos de letras y palabras, atragantándome con algunas oraciones
grandilocuentes, me divertí con páginas enteras y devoré cualquier cantidad de
buenos textos, lo cual me hizo entrar en el carril de lo que siempre he sido o
al menos he tratado de ser. Un estudioso profesor universitario que pasa horas
leyendo y escribiendo, a veces expresando una procacidad atinente a lo humano y
a veces generando elementos propios de la inventiva, que en mi caso se traduce en
el arte de escribir. Asuntos como los trámites migratorios fluyeron sin que
hiciera presión alguna, mientras la idea de volver a retomar lo esencial de mi
vida fue ganando terreno a la vez que mi barba fue creciendo. Retomé contacto
con amigos que no sabía en qué lugar del planeta se encontraban y las
comunicaciones desde Finlandia hasta Panamá se hicieron un asunto corriente.
Tiempo al tiempo
Mi
madre siempre me decía que la única ciencia consiste en saber esperar. En
estos tres años el balance ha sido razonablemente bueno y las circunstancias en
las que me he desenvuelto han exigido tanto de mí que si no he volado en
pedazos me he de volver más fuerte, como bien señala mi pensador alemán
preferido, haciendo alardes de ser humano, demasiado humano. Con el
tiempo mi barba creció y creció, tanto que cuando me consigo con algún conocido
no me reconoce y creo que hay símbolos que nos van marcando y señalando el
camino que debemos continuar, todo lo cual va de la mano con la intuición y el
buen gusto. He aprendido a sobrevivir a la vida, que me parece más interesante
que sobrevivir a la muerte. La vida es un misterio inextricable, llena de
secretos, oportunidades y amenazas esperándonos (o asechándonos) a la vuelta de
cada esquina. La muerte, por el contrario, no dice nada distinto al dolor de la
partida de aquellos que amamos y cuyo destino jamás conoceremos. De ahí que
siempre me he sentido como en una obra de teatro en donde el tramoyista gusta
de hacer inesperadas bromas como bajar el telón en medio acto de expresión
sublime o no bajarlo cuando se termina la escena.
Lo cierto es que a veces se asoma la idea de que un ciclo ha llegado a su fin para comenzar otro, lleno de incertidumbre y desafíos por conocer, lo cual nos vuelve a recordar que la vida es una gran aventura y atreverse a experimentarla a plenitud es siempre impostergable.
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 26 de enero de 2021.