Con este
texto finalizamos las entregas sobre Milan Kundera, escritor con quien me
siento en deuda permanente. «Los testamentos traicionados» (1993), es un ensayo
sobre la novela. Pensamos que el arte de la novela es el
protagonista de este libro; el espíritu de humor que lo engendró; su misterioso
parentesco con la música; su historia, que evoluciona (como la música) en tres
tiempos; la estética de su tercer tiempo (el de la novela moderna) y su
sabiduría existencial. El cambio dado por Kundera es tal que ya no escribe en
checo. Ha adoptado el francés como el idioma para el desarrollo de éste y de
sus futuros trabajos. Un idioma que permite una comercialización más fluida de
sus obras.
En «La
lentitud» (1995), entremezcla personajes de varias épocas que coinciden en un
castillo de Francia convertido en hotel. Se exacerba lo banal, lo cotidiano, lo
insulso como potencial producto para el arte de la novela: «A Inmaculada no se
le ha ocurrido en vano la idea del mal aliento, es un recuerdo reciente e
inmediatamente rechazado el que le ha inspirado semejante maldad: el recuerdo
del mal aliento de Berck. Cuando escuchaba, hecha trizas, sus insultos, no
estaba en condiciones de ocuparse de su exhalación, y un observador oculto en
ella fue el que registró en su lugar ese olor nauseabundo e incluso el que
añadió el siguiente comentario lúcidamente concreto: el hombre cuya boca huele
mal no tiene amantes. Ninguna se acomodaría».
En «La
ignorancia» (2000), temas como la amistad, sus características y su valor, van
a estar presentes; así como la ausencia del otro, los problemas relacionados
con la memoria, pero vistos desde la dimensión personal en la que se
transfiguran los recuerdos. El olvido como elemento del ser y la ignorancia
como instancia que nos invade: «La Odisea, la epopeya fundadora de la
nostalgia, nació en los orígenes de la antigua cultura griega. Subrayémoslo:
Ulises, el mayor aventurero de todos los tiempos, es también el mayor
nostálgico. Partió (no muy complacido) a la guerra de Troya, en la que estuvo diez
años. Después se apresuró a regresar a su Ítaca natal, pero las intrigas de los
dioses prolongaron su periplo, primero durante tres años llenos de los más
fantásticos acontecimientos, y, después, durante siete años más que pasó en
calidad de rehén y amante junto a la ninfa Calipso, quien estaba tan enamorada
de él que no le dejaba abandonar la isla».
«El
telón» -ensayo en siete partes- (2005), es una especie de corolario sobre su
aventura en torno al arte de la novela, al arte del ensayo, la literatura, el
escribir. Aborda las características de la novela contemporánea, diserta sobre
el arte contemporáneo y la presencia permanente del pasado en el arte que se
realiza en el presente. Cuando se refiere a lo actual evoca al Quijote en
repetidas oportunidades: «… si el valor estético no existiera, la
historia del arte no sería más que un inmenso depósito de obras cuya sucesión
cronológica carecería de sentido. Y a la inversa: sólo se percibe el valor
estético en el contexto de la evolución histórica de un arte». El asunto de la
modernidad y la contemporaneidad como elementos distintos, con márgenes
definidos, es abordado de manera magistral y su visión sobre lo estético merece
especial mención: «Los conceptos estéticos sólo empezaron a interesarme cuando
percibí sus raíces existenciales; cuando los comprendí como conceptos
existenciales; porque tanto la gente sencilla como la refinada, inteligente o
tonta, se enfrenta constantemente en su vida con lo bello, lo feo, lo sublime,
lo cómico, lo trágico, lo lírico, lo dramático, la acción, las peripecias, la
catarsis o, por hablar de conceptos menos filosóficos, con lo vulgar; todos
estos conceptos son pistas que conducen a distintos aspectos de la existencia
inaccesibles por cualquier otro medio».
En sus
intentos por entender la dimensión del arte señala: «Hubo largos períodos en
los que el arte no buscaba lo nuevo, sino que se enorgullecía de embellecer la
repetición, de reforzar la tradición y de asegurar la estabilidad de una vida
colectiva; la música y la danza sólo existían en el marco de los ritos
sociales, de las misas y las fiestas. Luego, un día, en el siglo XII, un músico
de iglesia tuvo en París la idea de añadir un contrapunto a la melodía de un
canto gregoriano… a raíz de allí los compositores perdieron el anonimato, y la
música se convirtió en historia de la música…Este fue el gran milagro de
Europa: no su arte, sino su arte convertido en historia. ¡Ay! Los milagros son
poco duraderos. Quien levanta el vuelo un día aterrizará. Presa de la angustia,
imagino el día en que el arte dejará de buscar lo nunca dicho y volverá,
dócilmente, a ponerse al servicio de la vida colectiva, que exigirá de él que
embellezca la repetición y ayude al individuo a confundirse, alegre y en paz,
con la uniformidad del ser. Pues la historia del arte es perecedera. La
palabrería del arte es eterna». ¡Así cerramos el telón!
Publicado
en el diario El Universal de Venezuela, el 26 de junio de 2018.
Ilustración @dumontdibujos
Enlace:
https://www.eluniversal.com/el-universal/13285/el-salto-de-kundera
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