Cada disciplina, oficio o arte requiere de una pericia particular que logra
ser perfeccionada al punto de que quien la practica puede llegar a dominar como
pocos aquello que hace. Ese nivel excepcional de limpidez en lo que respecta al
desarrollo de un conocimiento ha hecho que a lo largo de la civilización
aparezcan hombres cuyo talento produce admiración y respeto.
Tanto en las ciencias como en la política, surgen personalidades que se
convierten en auténticos guías que inspiran a grandes grupos e incluso
generaciones enteras. Son líderes que han inventado rutas que han
marcado el destino de muchos. He conocido personas con habilidades
excepcionales que cautivan y son incólumes ante las adversidades, que han
indicado el que a su parecer es el mejor de los caminos y los he emulado hasta
donde he creído prudente hacerlo.
Creo que hay un rasgo que ha marcado a cada una de estas personas que he
conocido y han despertado mi admiración y es la de elevar todo acto al terreno
de lo educativo. Me explico: En cada persona con condiciones de liderazgo por quien
he sentido afinidad, por encima de cualquier atributo que pueda tener, se
encuentra el valor pedagógico de la palabra asociada al acto. Cada cosa que se
hace con su respectiva explicación, sea de viva voz o por escrito, para que se
minimice la duda y se logre espantar la desconfianza.
En términos más llanos, creo que hay una pedagogía de masas que acompaña a
cada uno de ellos que les permite ganar credibilidad y generar confianza en
quienes les rodean y están pendientes de cada una de sus acciones. Incluso
cuando se comete un error, en los más genuinos liderazgos, el mismo es
explicado para asumir las consecuencias que acarrea el yerro. Esa pedagogía del
acto, en la cual las cosas no son “porque sí”, sino que cada paso va de la mano
con el verbo, es lo que ha hecho precisamente que ese liderazgo exista.
En nuestro insólito mundo de nimiedades, pareciera que se estuviese
asumiendo lo pedagógico como una especie de suicidio y lo que al final se
impone es una caja negra a la cual no podemos tener acceso, cuando a fin de
cuentas el poder más contundente de cualquier líder es su posibilidad de
mostrarse transparente a través de la prédica de la mayor cantidad de verdades,
acompañadas del valor para enfrentar los hechos.
En la vida hay dimensiones públicas, privadas y secretas y sería ridículo
pretender que la vida de las naciones, las personas y los pueblos fuesen ajenos
al mundo de lo oculto. Simplemente existen cosas que no se dicen y permanecen
escondidos para bien de todos. Debe existir un prudencial mundo de cosas
subterráneas a las cuales pocos tendrán acceso porque así ha sido y será la
historia de la civilización. Lo que me parece un tanto ridículo es que se quiera
convencer a un conglomerado bajo la sombra de la argucia y no de la claridad de
propósitos.
En esa maraña de líderes, los hay de los más disimiles tipos. Desde
aquellos que se muestran acartonados en sus más iracundos fanatismos hasta
quienes hacen de la ambigüedad su esencia. Lo que se hace cuesta arriba es que
aparezcan líderes que satisfagan las expectativas de unificar al país en torno
a una ruta medianamente aceptada por la mayoría.
Una dirigencia en torno a lo escondido era una conducta común en la Edad
Media e incluso en plena modernidad, pero asomar la idea de “lo oculto” en el
siglo XXI es una travesura que puede costar caro. No se ha terminado de
germinar una matriz de opinión cuando los nuevos medios de comunicación de
masas invaden los espacios, particularmente los de las clases medias, tan
vulnerables por su genuino deseo de conducirse de manera medianamente racional.
Una cosa en hacer política en el siglo XX y otra en el XXI, donde múltiples
individuos, unos más retorcidos que otros, mantienen en chantaje permanente a
los países bajo la contundente amenaza: Que van a revelar la “cyberverdad”.
A cada rato vemos a uno y otro líder que se estrella de manera aparatosa,
haciendo que su capital político termine maltrecho y vencido por el
descreimiento, siendo el caso ya recurrente el de usar un cargo público para
lograr otro de mayor escalafón sin mostrar resultados positivos en el cargo
desempeñado. Si alguien es candidato a Alcalde, por ejemplo, lo encomiable es
que si llega a ser electo, haga su labor como Alcalde lo mejor posible y
satisfaga las expectativas de la comunidad que lo eligió. Pero si quiere ser
Alcalde con el fin de cambiar el mundo, se corre el riesgo de no ser un buen
Alcalde y mucho menos cambiar el mundo.
En una sociedad escéptica, desconfiada y desesperanzada, un poquito de
verdad no le hace mal a nadie. Es imprescindible retomar en serio el trabajo pedagógico y tratar de
seducir a multitudes que claman por un liderazgo transparente que diga las
cosas por su nombre. Que lo que se pretenda hacer o lo que se haga vaya de la
mano con una explicación medianamente sensata que le dé claridad al ciudadano.
Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 21 de
noviembre de 2017.
Ilustración: @odumontdibujos
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