miércoles, 21 de junio de 2017

Un voto, un ciudadano


En la historia griega existió una conexión evidente (lo fue ya para los mismos protagonistas) entre el desarrollo del pensamiento filosófico y el nacimiento contemporáneo de la ciudad-Estado (polis) libre. A pesar de que algunos de los filósofos más prestigiosos (Pitágoras, Heráclito, Parménides, Platón) sostuvieron en política tesis aristocráticas y elitistas, no cabe duda de que el pensamiento filosófico estuvo favorecido por un sistema que, sobre todo en Atenas, garantizaba un amplio espacio para el debate, cualquiera que fuese el partido en el poder.  

No por azar, cuando estas libertades se vieron mermadas a causa de la pérdida de independencia de las ciudades-estado tras la conquista macedonia, cambió radicalmente el pensamiento filosófico, lo que marcó el fin del clasicismo griego y el inicio del helenismo.

La libertad de la polis permitió la experimentación de sistemas originales en el ejercicio del poder popular, siendo un ejemplo de ello es el ostracismo, una forma de exilio preventivo al que se condenaba  a un ciudadano, a partir de la solicitud de un gran número de personas y determinó el nacimiento de lo que por tradición conocemos como democracia, sistema social en el que el poder está en manos de una asamblea libre, basada en el principio de “un voto, un ciudadano”.

A pesar de los inmensos cambios, el uso moderno del término “democracia” sigue inspirado en las bases que como herencia nos dejó la polis. En la mentalidad griega, la idea de democracia estaba indisolublemente conectada a una táctica militar específica. De hecho, la revolución social que desembocó en las poleis se produjo gracias a la intervención de la infantería “oplita”, que impuso un sistema de “guerra de masa” en oposición al arcaico modelo aristocrático fundado en el valor y la audacia individual (en el mito homérico, la batalla siempre consistía en una serie de duelos entre héroes). Por el contrario, el infante oplita, el ciudadano-agricultor, libre de la pesada y valiosa armadura de bronce, se unía al resto de los ciudadanos en la falange, el destacamento formado por múltiples filas, compacto y defendido por los escudos, que se lanzaba corriendo contra el enemigo intentando romper sus filas.

En la batalla oplita, la victoria siempre era el resultado del esfuerzo colectivo. De esta forma, la táctica de la falange (mediante la cual los griegos derrotaron a los persas) hacía realidad el momento cohesivo de la polis, al igual que la democracia, en tiempo de paz organizaba y dirigía los contrastes internos.

Sobre este sistema de organización político-militar se funda la civilización occidental, siendo éste el origen de las mejores sociedades que conocemos en la contemporaneidad, en las cuales la estructura militar y el desarrollo de la vida política están engranados hacia el único fin de construir en función de futuro lo mejor para los ciudadanos.

En el siglo XXI, la ruptura de estas dos formas de relación (la política y la militar) es absolutamente inconcebible en un estado civilizado, porque borraría de golpe más de dos mil años de aprendizaje. Sería la máxima expresión de barbarie por la cual un pueblo contemporáneo pudiese atravesar y la vida en conjunto no sería viable. En la Venezuela contemporánea, lo que está en juego no es la modificación de un modelo político, ni la imposición de una particular manera de pensar con bases ideológicas, sino el carácter civilizado que debe regir a cualquier nación moderna. Está en riesgo nuestra condición de Estado, ni más ni menos.

Las más encumbradas élites que tienen acceso a las grandes decisiones que se están tomando en Venezuela deberían hacer la respectiva reflexión y no esperar a que el gran viraje imprescindible, que la mayoría estamos esperando, se posponga. La idea es que el equilibrio de la República se dé en el menor tiempo posible y sin causar mayores traumas de los que ya han ocurrido.

Si en una república llegase a fragmentarse este equilibrio, sencillamente en ella surgiría el caos y se desestructuraría como sistema, siendo lo peor que le puede ocurrir a una sociedad, existiendo muchos tristes ejemplos históricos de esta ruptura, lo cual ha conducido a los más oscuros desenlaces.

En las culturas arcaicas y en el mundo griego predominaba una concepción cíclica del tiempo. Probablemente la observación de la regularidad temporal en el movimiento de los astros y de la constancia de los ritmos biológicos fue la que confirió, por extensión, una estructura cíclica análoga al tiempo en su conjunto. Ya que las estaciones se manifestaban de igual forma, nada puede ocurrir que no haya ocurrido otras veces; el futuro perpetúa el pasado y no existe un acontecimiento que no vuelva a producirse: Todo se repite de forma uniforme y periódica, según la antigua máxima: “Nada nuevo bajo el sol”. Tal vez el caso venezolano sea una repetición de escenarios parecidos en el pasado. Ojalá y sea grande la enseñanza y lamento estarlo viviendo.

Twitter: @perezlopresti


Ilustración: @Rayilustra 


Publicado en el diario El Universal de Venezuela el martes 20 de junio de 2017




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