Hace poco leí un texto de un apreciado y admirado amigo, en donde señalaba
la posición del historiador alemán Christian Meier, prestigioso profesor
jubilado de la Universidad de Múnich, cuya obra está animada por la idea de que
“la historia no tiene sentido si no es para decirnos algo a los hombres del
presente. El estudio del pasado, si no tiene un compromiso con el aquí y el
ahora, no es más que inútil erudición”.
Mi posición con respecto a este argumento es precisamente la opuesta.
Abrigué
los estudios filosóficos en mi vida, porque a diferencia de la mayoría de las
disciplinas, la filosofía está exenta de demostrar su utilidad. A fin de
cuentas el acto filosófico está imbricado al hecho de pensar, a la capacidad
para ubicarse en un plano que le permita al hombre tratar de entender ciertas
premisas, pero por encima de todo, paradójicamente el querer cultivar la razón
podría ser de los asuntos más estériles que existen.
Filosofar
tiene sustento tangible cuando se convierte en una manera de conducirse, ya que
el hombre que trata de cultivar las ideas debe al menos tener una disciplina
personal mínima que le permita dedicarse a cavilar, reflexionar, ordenar sus
pensamientos y contar con el imprescindible tiempo de ocio, sin el cual no
habría ni razonamientos, ni producción, mucho menos escritura y ni hablar de
producción de obras de carácter artístico. Recordemos el origen de la palabra: De ocio (Scholé griego)
se deriva el término ‘escuela’. El equivalente entre los latinos sería Otium. Nada es más alienante para una
sociedad que perder precisamente la posibilidad de disponer del ocio en el
sentido griego, porque sólo a través de este precepto se puede argumentar,
controvertir posiciones, producir intelectualmente, sembrar la disposición a la
conversación, al sano debate y a la inteligente confrontación de conceptos.
Pensar conduce al arte (muchas veces son lo mismo). En la medida en que lo
artístico se convierta en utilitario, pierde su potencial creativo y queda
confinado al uso que pueda tener. Se escribe porque se escribe y como ejemplo
señalaré al viejo sabio y ciego Jorge
Luis Borges, quien pasó su vida llenando páginas en donde la esencia de lo que
plasma es precisamente la erudición en su representación más inútil. La
sabiduría como máxima expresión de nulidad, a no ser porque uno podría
entretenerse leyendo sus maravillosos textos, o ir más allá y quedar
deslumbrado con su carácter estético. En este sentido su obra genera placer y
en definitiva, a lo Omar Khayyam en su Rubaiyat:
El placer es el único consuelo del hombre.
En vida, Paul Gauguin no podía ser reconocido como pintor, porque la
calidad de una obra es sólo el producto consensual de un grupo de supuestos
expertos, a quienes se les atribuye el poder de decidir qué es bueno y qué no
lo es. Paul Gauguin fue más perseverante que la “chusma” que le rodeaba y creyó
en lo que hacía. Logra trascender con una estética que a veces pareciera no ser
de este mundo, todo gracias a que le huía al utilitarismo impertinente que
castra la capacidad de crear.
Un aspecto propio de lo civilizatorio es que tanto el pensamiento como la
creatividad necesariamente requieren ser “amorales”. El prejuicio condena a
quien se atreve a aventurarse por los caminos del buen entendimiento y cercena
el bien más preciado del hombre sano: La libertad. Es por esta razón que los
intereses intelectuales están reñidos con la idea del “compromiso”, porque ser
libre (al menos intentar cultivar un poco de libertad), requiere ausencia de
ataduras, llámense morales, ideológicas o dogmáticas. El espíritu libre no
puede estar sometido a la limitante idea de que las cosas en general deben
tener una especie de moraleja final (aunque la lleguen a tener).
El otro asunto propio de la cultura es que cualquier chaqueta de fuerza
propia de nuestras costumbres es la amputación literal de la posibilidad de
pensar. Atreverse a pensar es atreverse a deliberar y ello aterroriza a muchos,
porque cuando revisamos nuestras creencias pueden ocurrir al menos dos
fenómenos:
1.Que nos demos cuenta que las cosas que cuestionamos son falacias sobre
las cuales hemos estructurado nuestra apreciación del mundo, induciéndonos a
asumir una visión más personal de las cosas.
2.Que ratifiquemos las lecciones aprendidas y confiemos más en aquello que
terminamos ratificando como cierto. De esta forma sentimos el sosiego propio de
la persona “crédula”.
Como corolario de estas líneas, es prudente aclarar que para mí la
erudición jamás podría ser inútil. Sobran razones. Conocer por conocer puede
conducir a la sabiduría y pretender cuestionar la capacidad intelectual humana
puesta al servicio de un fin elevado es una necedad, porque sería creer que ser
sabio es algo malo. Además, y desde una posición más pragmática, es posible que ser erudito y
sabio haga a la gente feliz y si alguien alberga esta condición ¿quién se
atrevería a cuestionar la utilidad de la felicidad?
Twitter: @perezlopresti
Publicado en el diario El Universal de
Venezuela el 07 de septiembre de 2015
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