Es propio del ser humano tratar de darle
explicación a las cosas. Desde lo que nos acontece en el plano personal, hasta
el intentar descifrar aquello que nos circunda. De esta necesidad por dar
sentido a nuestra existencia, surge el pensamiento religioso y la dimensión que
solemos llamar “espiritual”.
El pensamiento religioso posee premisas puntuales, independientemente de la cultura y las distintas devociones existentes. Estos fundamentos básicos son en rigor prácticamente los mismos en las diversas sociedades y sus respectivos cultos.
La primera idea es que “existió” un tiempo y un lugar mucho mejor, en donde los seres humanos éramos felices. La idea del paraíso terrenal que aparece en La Biblia es un ejemplo de ello. De esa misma condición, que intenta conceptuar un mundo pretérito excelente, resurge de manera repetitiva la controvertible aseveración de que “todo tiempo pasado fue mejor”.
La segunda idea es que en función de futuro “existirá” un tiempo y un lugar en donde todo será superior. La premisa de la vida eterna y el cielo, por ejemplo, muestra con claridad esta forma de pensar, la cual existe básicamente en todas las culturas. Independientemente de las respetables creencias espirituales con las cuales nos podamos sentir identificados, la mayoría de las personas comparte los mismos postulados que hacen que sus creencias den estructura y sentido a la vida.
Esa tradición propia de la cultura universal llega en occidente al clímax cuando arriban los europeos a América. El texto Utopía de Santo Tomás Moro es un ejemplo de los alcances de cómo un hecho histórico modifica la percepción del mundo y la relaciones “espirituales” entre quienes lo habitan. No en balde surge la idea de que el paraíso en la tierra sí es posible.
De manera repetida, en el pensamiento de la humanidad existe la creencia de que la vida en la tierra es una especie de trance (intermedio) en donde “se lucha”, como derivación de acciones incorrectas cometidas en el pasado, o porque aspiramos un futuro mejor como consecuencia de nuestras buenas acciones, todo lo cual se materializará una vez que hayamos fallecido. En la edad media se llegó a preconizar la idea de que “la vida es un valle de lágrimas”.
Por este discurso, en donde se exaltan las posibilidades de alcanzar la felicidad en el futuro, una vez extintos, o de anhelar la felicidad pasada perdida, el culto a la vida presente queda un tanto relegado en la tradición civilizatoria. Se enaltece lo inexistente (muerte) en vez de dignificar lo existente (vida). Es así como nos plantean a la muerte y no a la vida como un gran enigma. La verdad es lo contrario. El enigma no está en la inasible idea de muerte sino en la extraordinaria condición tangible de estar vivos. Nada puede ser más prodigioso que encontrarnos vivos y ser conscientes de ello. A raíz de los cambios propios de los nuevos tiempos, siento que como connacionales no estamos ni siquiera viendo a la muerte como misterio sino como algo banal y la vida deja de ser el gran enigma que es para convertirse en simple sacudida de alcances inmediatos.
Esta manera de pensar se extrapola a otros escenarios. En el pensamiento “general” venezolano, por ejemplo, se repite la misma fórmula: La ligera idea de que existió un pasado feliz y de que si seguimos determinada ideología nos espera un futuro mejor. La fórmula es tan propia de la manera como cavilamos, que sirve de recetario a conveniencia de los vendedores de utopías en sus más variadas pintas.
No existen recetas para alcanzar una vida mejor. Mucho menos cuando falla el sentido común en sociedades como la nuestra, en donde la autoagresión colectiva pareciera ser el camino cultivado. Lo que existe es el mundo que somos capaces de construir cada día, dependiendo de nuestras capacidades bondadosas como colectivo. El asunto es la gente y lo que la gente piensa y hace. Los problemas están condicionados por la manera como la gente interpreta las cosas que vive.
Esa interpretación de la existencia, propia del pensamiento religioso, se encuentra presente de manera superlativa en la naturaleza del venezolano, con el agravante de que no sólo se hace alarde de un mágico pasado y un inexistente futuro idealizado, sino que la idea de que ha de aparecer un “héroe salvador” es consustancial con nuestro ánimo como pueblo. El héroe enaltecido al cual rendimos culto como un gran padre, es parte de nuestra esencia. Es en realidad una manera primitiva de asumir la vida, lo cual nos hace muy vulnerable como sociedad. Ser estructuralmente mesiánicos nos predispone a ser embaucados por quienes nos prometan maravillas. La historiografía cuenta con ejemplos de sobra para ilustrar este hecho.
En nuestra idiosincrasia existe la idea de que alguien o algo “nos van a salvar”, independientemente de lo que hagamos o dejemos de hacer. Esa visión mágica de las cosas le da un carácter a la venezolanidad que la hace adversamente espasmódica y fatua.
Publicado en el diario El Universal de
Venezuela el 13 de julio de 2015.
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