domingo, 26 de julio de 2015

Por los lentes


Nadie imaginó que después de la “paliza” que le dio su tía por no querer colocarse los anteojos, Carolina iba a asumir una posición tan terca como desafiante cuando en asuntos de lentes se trataba.
Inicialmente, luego de haber cumplido los cinco años, la maestra le notificó a su tía que la niña tenía problemas visuales. El oftalmólogo fue minucioso durante la realización del examen de la vista y le recomendó unos anteojos de pasta rosada. Al principio la niña no mostró resistencia al colocárselos. Pero a raíz de un terrible dolor de cabeza, rechazó el par de cristales que habrían de modificarle su vida para siempre.
Luego de la “paliza” que le dio su tía por no querer usar los lentes, Carolina no se los quitaba ni para bañarse, mucho menos para dormir. Hizo caso omiso a las burlas de sus compañeros de clase y terminó por adorar aquellos anteojos que la convirtieron en una niña “llamativa” e interesante. Después vino una adolescencia en la que los anteojos no fueron impedimento para apreciar el sabor a saliva rancia de su primer beso.
Tampoco fueron impedimento para la práctica del ballet, disciplina a la que dominó con grado elevado de perfección. La fama de “intelectual” de Carolina fue aumentando conforme pasaban los años, así que su “cara de inteligente” (gracias a los lentes) la motivó a cumplir con toda una presión colectiva que veía en ella una promesa intelectual. Ello la condujo a ser una gran lectora; inicialmente porque le decían que tenía cara  de lectora para finalmente terminar adorando la lectura. Se licenció Carolina en Letras Clásicas con honores y entre las dedicatorias que expuso en la tarjeta de invitación para el acto de grado y luego la pertinente fiesta, no faltó la reseña de…  “también dedico este  logro a mis lentes”.
Su actual esposo le dijo poco después de haberse hecho novios: “Dos cosas me llamaron la atención de ti: Tus piernas de marfil y tus anteojos coquetos”. Lo cierto es que Carolina debe mucho de lo que ha obtenido en la vida a esos cristales que la han acompañado hasta en sus dos partos. Su primer trabajo, luego de la entrevista, estuvo enmarcado inicialmente por quien la seleccionó: “Usted sí que tiene cara de inteligente, mija”.
Carolina y sus lentes, los lentes de Carolina. Pensar que al principio no se los quería colocar. A todas estas ella suele preguntarse: ¿Qué hubiese sido de mí si no uso lentes?
¿Nada como una “paliza” a tiempo?






Texto tomado del libro de mi autoría Suelo tomar vino y comer salchichón.

sábado, 25 de julio de 2015

Humo en el rostro (el "lejano" 2009)

No fumo cigarrillos. Me parece que fueron creados para satisfacer las ansias de las mujeres que se conducen con prisa. Pero… soy un amante de los buenos puros. Mi pipa y mis tabacos hacen que el humo cree una atmósfera a mi alrededor que me deleita y disfruto. Ese humo de la picadura de pipa y de mis múltiples tabacos me agrada como los grandes placeres básicos. Me gusta cómo se impregna el olor a mi ropa y suelo cargar un buen tabaco cuando salgo de casa. Los cigarrillos, por el contrario, me envenenan. Su humo me da picazón en la nariz y hasta crisis de asma… eso que se llama “broncoespasmo”. Es por ello que cuando siento que están fumando cigarrillos, debo retirarme. Es una cuestión estrictamente relacionada con el cuidado de mi salud.
Me he obsesionado desde hace ya algún tiempo en tratar de comprender mi propia temporalidad, mi propio tiempo, el momento que vivo, o sea, LA CONTEMPORANEIDAD. Escucho con atención el lenguaje de la calle; me la paso recorriendo mercados, me vinculo con personas de mundos terrestres y subterráneos en esa ansia de comprender el momento en que vivo. Estoy actualizado en lo que respecta a las corbatas de moda y me pongo al día cada día con respecto a la música que se escucha. Tomar una buseta es la mejor y más rápida forma de hacerlo. Pero… por más que me trato de mantener actualizado, obviamente “la contemporaneidad va mucho más rápido que yo”.
Hubo un tiempo en que fui el hombre más tímido del mundo. Un día me levante de la cama con el pie contrario y dejé de ser tímido. Desde ese día cambió mi vinculación con las damas. Creo que es algo animal, porque hasta cuando no digo nada ni tengo nada que decir, se me acercan para preguntarme cualquier cosa. Incluso en forma seductora; apareciendo, claro,  mi capacidad de hilvanar palabras, que es mí bazuca bajo la manga. En ese afán de actualizarme, entré hace poco en una discoteca. La música a todo dar me aturdió un tanto, sobre todo porque no había escuchado antes el estridente ritmo que lo inundaba todo (me pareció espantoso). Así que decidí colarle un largo billete al encargado de manejar la música y bajo mi petición (o mandato), la salsa brava hizo su aparición.
Hice lo que pude en la pista de baile y luego de sacar a disfrutar del deleite de la danza a varias mujeres bonitas, ocurrió algo que ni me lo esperaba ni sabía que pertenecía a los elementos comunicacionales propios de mi contemporaneidad.
Pedí una pilsen en la barra y una chica guapa se me acercó. Sin mediar palabras, mientras aspiraba hasta el fondo su cigarro, me disparó lentamente el humo en mi cara. Retrocedí como drácula frente a los ajos y comencé a estornudar. Entonces una morenaza más alta que yo me soplo también  el humo de su cigarro en la cara y comencé a asfixiarme. Una tercera mujer; catira, de caderas anchas y rostro perfecto, me expulsó por tercera vez el humo en la cara  y sentí que me desfallecía… el aire me faltaba…los ojos se me cerraban… me estaba asfixiando.

Traté de llegar a la puerta para salvar mi vida, pero en el camino las mujeres me expulsaban todo el contenido de humo que les cabía en la boca directo a mi rostro. Más de una docena de preciosas damas me produjeron una crisis asmática. Tomé un taxi al salir del local y me condujo de inmediato a la clínica más cercana. Pasé seis horas recibiendo broncodilatadores en una camilla.
Me atendió a todas estas una enfermera joven... y bella.
Una vez recuperado el aliento, y ya respirando en paz, viéndola muy amable y por demás hermosa, supuse que estaba actualizada y le conté lo que me había ocurrido. La enfermera no paraba de reír…y yo esperando la explicación. Finalmente me lo explicó: “Eso que le ocurrió es la manera como las mujeres de hoy en día le manifestamos a los hombres que nos gustaría acostarnos con ellos. Lo que a usted le hicieron, querido doctor, fue una proposición colectiva  de coito que no aprovechó. Debería sentirse halagado”
Pues NO ME SIENTO HALAGADO. CASI PIERDO LA VIDA. Estar a la moda es siempre un gran riesgo… es LA CONTEMPORANEIDAD.

Twitter: @perezlopresti


Texto tomado del libro de mi autoría Suelo tomar vino y comer salchichón.



jueves, 23 de julio de 2015

Mesianismo y venezolanidad



Es propio del ser humano tratar de darle explicación a las cosas. Desde lo que nos acontece en el plano personal, hasta el intentar descifrar aquello que nos circunda. De esta necesidad por dar sentido a nuestra existencia, surge el pensamiento religioso y la dimensión que solemos llamar “espiritual”.

El pensamiento religioso posee premisas puntuales, independientemente de la cultura y las distintas devociones existentes. Estos fundamentos básicos son en rigor prácticamente los mismos en las diversas sociedades y sus respectivos cultos.

La primera idea es que “existió” un tiempo y un lugar mucho mejor, en donde los seres humanos éramos felices. La idea del paraíso terrenal que aparece en La Biblia es un ejemplo de ello. De esa misma condición, que intenta conceptuar un mundo pretérito excelente, resurge de manera repetitiva la controvertible aseveración de que “todo tiempo pasado fue mejor”.

La segunda idea es que en función de futuro “existirá” un tiempo y un lugar en donde todo será superior. La premisa de la vida eterna y el cielo, por ejemplo, muestra con claridad esta forma de pensar, la cual existe básicamente en todas las culturas. Independientemente de las respetables creencias espirituales con las cuales nos podamos sentir identificados, la mayoría de las personas comparte los mismos postulados que hacen que sus creencias den estructura y sentido a la vida.  

Esa tradición propia de la cultura universal llega en occidente al clímax cuando arriban los europeos a América. El texto Utopía de Santo Tomás Moro es un ejemplo de los alcances de cómo un hecho histórico modifica la percepción del mundo y la relaciones “espirituales” entre quienes lo habitan. No en balde surge la idea de que el paraíso en la tierra sí es posible.

De manera repetida, en el pensamiento de la humanidad existe la creencia de que  la vida en la tierra es una especie de trance (intermedio) en donde “se lucha”, como derivación de acciones incorrectas cometidas en el pasado, o porque aspiramos un futuro mejor como consecuencia de nuestras buenas acciones, todo lo cual se materializará una vez que hayamos fallecido. En la edad media se llegó a preconizar la idea de que “la vida es un valle de lágrimas”.

Por este discurso, en donde se exaltan las posibilidades de alcanzar la felicidad en el futuro, una vez extintos, o de anhelar la felicidad pasada perdida, el culto a la vida presente queda un tanto relegado en la tradición civilizatoria. Se enaltece lo inexistente (muerte) en vez de dignificar lo existente (vida). Es así como nos plantean a la muerte y no a la vida como un gran enigma. La verdad es lo contrario. El enigma no está en la inasible idea de muerte sino en la extraordinaria condición tangible de estar vivos. Nada puede ser más prodigioso que encontrarnos vivos y ser conscientes de ello. A raíz de los cambios propios de los nuevos tiempos, siento que como connacionales no estamos ni siquiera viendo a la muerte como misterio sino como algo banal y la vida deja de ser el gran enigma que es para convertirse en simple sacudida de alcances inmediatos.

Esta manera de pensar se extrapola a otros escenarios. En el pensamiento “general” venezolano, por ejemplo, se repite la misma fórmula: La ligera idea de que existió un pasado feliz y de que si seguimos determinada ideología nos espera un futuro mejor.  La fórmula es tan propia de la manera como cavilamos, que sirve de recetario a conveniencia de los vendedores de utopías en sus más variadas pintas.

No existen recetas para alcanzar una vida mejor. Mucho menos cuando falla el sentido común en sociedades como la nuestra, en donde la autoagresión colectiva pareciera ser el camino cultivado. Lo que existe es el mundo que somos capaces de construir cada día, dependiendo de nuestras capacidades bondadosas como colectivo. El asunto es la gente y lo que la gente piensa y hace. Los problemas están condicionados por la manera como la gente interpreta las cosas que vive.

Esa interpretación de la existencia, propia del pensamiento religioso,  se encuentra presente de manera superlativa en la naturaleza del venezolano, con el agravante de que no sólo se hace alarde de un mágico pasado y un inexistente futuro idealizado, sino que la idea de que ha de aparecer un “héroe salvador” es consustancial con nuestro ánimo como pueblo. El héroe enaltecido al cual rendimos culto como un gran padre, es parte de nuestra esencia. Es en realidad una manera primitiva de asumir la vida, lo cual nos hace muy vulnerable como sociedad. Ser estructuralmente mesiánicos nos predispone a ser embaucados por quienes nos prometan maravillas. La historiografía cuenta con ejemplos de sobra para ilustrar este hecho.

En nuestra idiosincrasia existe la idea de que alguien o algo “nos van a salvar”, independientemente de lo que hagamos o dejemos de hacer. Esa visión mágica de las cosas le da un carácter a la venezolanidad que la hace adversamente espasmódica y fatua.





Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 13 de julio de 2015.  

miércoles, 8 de julio de 2015

Historia parcial de la mentira


Si en una especie de cruzada inmaculada se nos ocurriese decir exactamente lo que se nos pasase por la cabeza, terminaríamos siendo rechazados por aquellos que nos rodean, incluso por los seres que apreciamos. Es por ello que mentir es necesario para sobrevivir.

Al exponer una opinión en los diálogos de la cotidianidad, revelamos parte de nuestro mundo interior a los demás, así que por más que quisiéramos que nuestros dictámenes fuesen capaces de trascender, nos vemos en la obligación de mitigar la crudeza de los mismos y hacerlos amables a los otros para evitar el aislamiento.

Al referimos a alguien, debemos hacerlo en términos socialmente adaptativos, de lo contrario nos haríamos de un enemigo, porque se suele personalizar aquello que se señala. De ahí que surja el que más de uno se esconda en el anonimato para señalar lo que tenga en mente, porque ser anónimo es una manera falsa de conducirse. Es temerario y paradójicamente propio de lo civilizado el hacerse responsable de aquello que se señala. La cobardía se oculta en las sombras de lo secreto.   

Nuestra propia imagen es un modo de falsear la realidad. La palabra personalidad, viene del antiguo idioma etrusco y que en latín pasa a ser “personare”, que es en el teatro la manera como se señalan las máscaras que se utilizan para representar a los distintos personajes. La personalidad es el conjunto de máscaras que utilizamos para presentarnos ante los demás y encararnos con nosotros mismos. Todo un canto a la apariencia.

De hecho la imagen en el espejo corresponde al lado contrario de lo que refleja. Si alzamos nuestra mano derecha veremos alzada en el espejo la izquierda. Por una parte la personalidad es la manera de representar lo que queremos ser ante los demás, pero por otra, la propia imagen que queremos proyectar se encuentra imbricada con aquello que no podemos ocultar. A fin de cuentas el espejo de la personalidad”, muestra lo que somos y también lo que no somos. 

Intentamos mostrar a los demás nuestro deseo de cómo nos gustaría ser vistos o interpretados. La imagen es propia de lo hondo de nuestro mundo, porque cuando se quiere mostrar el reflejo de lo que parecemos, tras ese retrato existe una representación profunda que es el ser.  Por eso la imagen es ambigua y nuestro mundo interior es consustancialmente relativo a lo que queremos proyectar.

Cuando pretendemos conquistar a una persona, le mostramos nuestra apariencia y ocultamos nuestros defectos. Incluso, si hacemos alarde de nuestras imperfecciones, en realidad se trata de un juego de ocultar y mostrar. De ahí que nos enamoramos hasta de los defectos del otro, pudiendo acostumbrarnos a los mismos o simplemente hastiarnos. 

La mentira como mecanismo de supervivencia nos lleva a ser falsos por acción pero también por omisión. Como dijo el buen filósofo Miguel de Unamuno y Jugo, oriundo de Bilbao, rector vitalicio de la Universidad de Salamanca, en las terribles horas que vivía España de frente a la guerra civil, en el paraninfo, frente al Obispo, el gobernador civil, la esposa de Franco y el necrofílico” general Millán Astray: “Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A veces quedarse callado equivale a mentir. Porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia”. Un ejemplo universal de los alcances de apegarse a la verdad.

Somos embusteros al callar o al pensar. En el caso que nos ocupa, se falsea de obra, acción, palabra y por supuesto, de pensamiento. Como forma adaptativa, debido a que mentimos, no le decimos al jefe lo que pensamos de él, preservando el empleo y poder llegar a tener relaciones de trabajo más o menos armónicas. La falsedad nos lleva a no comentarle a la vecina lo que sentimos por ella, de lo contrario la vida se nos complica.  

Una versión de mitología griega señala que Pandora fue la primera mujer, creada por Hefesto por orden de Zeus; madre de Pirra. Los dioses la dotaron de todas las gracias y talentos; Zeus le dio una caja donde estaban todas las desgracias y la mandó a Prometeo, que desconfiado la mandó a su vez a Epimeteo. Éste se casó con Pandora,  abrió por curiosidad la caja y dejó salir todos los males: Sólo quedó en el fondo la Esperanza.

Como instrumento político, embuste y acto van de la mano. ¿Acaso alguien puede imaginarse un político que no prometa? ¿Un político pesimista o uno que señale a las cosas directamente por su nombre? Pensaríamos que se trata de un humorista desenfadado y cínico. Es tan propio del político el tener que engañar como de quien lo escucha esperar por las promesas y esperanzas que tenga que ofrecer. La esperanza es el germen de la política y las promesas son el artificio del éxito. Nietzsche pensaba que la esperanza era el peor de los males porque prolongaba el sufrimiento humano. ¿Acaso ese término que llamamos “esperanza” no es sencillamente una manera de mentirnos y prolongar nuestros tormentos?






Publicado en el diario El Universal de Venezuela el lunes 06 de julio de 2015. 

Historia universal de la fealdad


El culto a la belleza es propio de la civilización. Lo es fundamentalmente por dos razones: Primero, porque lo bello es visto como un valor. En segundo lugar, porque los feos somos mayoría, por lo tanto la belleza es excepcional, agradable, cautivadora y paralizante.

Es tan notoria la presencia de lo hermoso, que nos olvidamos de los espacios conquistados por lo feo, incluso por aquello que nos produce repulsión o desagrado. La estética de lo horrible, ocupa un lugar que también trasciende y repercute en la cotidianidad de la cultura. Como en una especie de gran balanza, lo abundantemente feo y lo inusualmente bello crean una especie de equilibrio paradójico. A fin de cuentas, se es bello por una cuestión excepcional. “Lo feo es por falta de belleza”, bien pudo haber apuntado San Agustín.

En el caso de la psicología, por ejemplo, la minusvalía de Adler lo llevó a formular la tesis del “complejo de inferioridad” como motor de la historia. Los defectos físicos de este célebre psicoanalista no sólo lo indujeron a formular una teoría sobre los logros de lo contrahecho y sus consecuencias, sino que en su vida privada, se le asoció a relaciones sentimentales con mujeres muy atractivas, tal vez como compensación, expuesta en su teoría.

De políticos feos sobran ejemplos, desde Claudio el Emperador Romano, hasta el presidente de los Estados Unidos, Abraham Lincoln. Este último era muy alto, desgarbado, de manos y pies enormes. Usaba un llamativo sombrero de copa y casi siempre vestía de negro. De gran fortaleza física, era capaz de vencer a cualquiera, pues practicaba la lucha como deporte. Era notable por su asimetría; tanto, que antes de marcharse de Springfield, en dirección a Washington (en realidad a la Casa Blanca), se dejó crecer la barba porque una niña de doce años le había escrito una carta diciéndole que las señoras encuentran que los hombres con barbas son más respetables y de mejor aspecto. Tan hosco lucía el prócer y mártir norteamericano que se vio conminado a atenuar los duros rasgos de su rostro volviéndose un barbudo.

En el cine contemporáneo, la grotesco es notable en el caso de Woody Allen, quien no sólo escribe, produce y dirige sus películas sino que es el protagonista de la mayoría de ellas, en una suerte de exhibición infinitamente narcisista de su fealdad física y su retorcido mundo interior, atormentado por la neurosis y las preocupaciones propias de la gente fea. No es casualidad que la enfermedad aparezca en su propuesta estética a través de la exposición recurrente de lo hipocondríaco y de un ego tan gigante como malsano.

Lo antiestético es también una apuesta hacia la historia cuando se intenta unificar a través de lo igualitario, lo que no produzca diferencias, lo que se asemeje más a la mayoría. De allí que si tuviésemos que hacer una representación gráfica del hombre-masa del cual nos habla Ortega y Gasset, el mismo tendía que ser feo, dado que la fealdad es mayoritaria y colectiva.  Si surgiera un nuevo “Manifiesto” proselitista, tal vez tendría mucha más efectividad si dijese “Feos del mundo, uníos…” Eso sí y sólo sí reconociésemos nuestra condición.

El asunto es que por más que lo horripilante cunda, lo mismo no es admitido, pues a muchos les produce desagrado la aceptación de su propio afeamiento. Tanto, que abundan quienes se gastan hasta lo que no tienen en modificar su apariencia  ante los demás, lo cual incluye desde la inversión en implantes de pelo hasta las toneladas de silicona y sustancias afines que son el eje de ciertas formas de negocios que generan infinitas ganancias debido a que el hombre en general rechaza la aceptación de su horrible aspecto.

La industria publicitaria no escatima esfuerzos en producir tormentos y frustraciones en aquellos que no se asemejan a los hombres y mujeres que aparecen como modelos de belleza a imitar, lo cual es en realidad una estrategia para despertar  la envidia y el descontento. No nos parecemos a aquello que se nos intenta mostrar como bello, pero en vez de aceptarlo y ser felizmente horripilante, sobran quienes son víctimas de la idea de querer dejar de ser como se es.

En realidad hay dos cosas propias de lo bello que no podrán ser modificadas: 1) El tiempo altera la belleza. De ahí que no debe sorprendernos cuando descubrimos que afortunadamente no prosperó el esfuerzo por conquistar aquella muchacha en el bachillerato, cuando nos la conseguimos hoy en el supermercado con la piel brillante de tantas cirugías y cicatrices abdominales que deslucen, en un inútil esfuerzo por espantar el cronómetro. 2) Lo bello, por más bello que sea, si no va acompañado de otros atributos, termina por aburrir.

Buen consejo me dio mi madre, cuando viendo que mientras más horrendo me iba volviendo, me decía con su enjuta gestualidad y absoluta seguridad discursiva: “No te preocupes hijito, que el hombre es como el oso, mientras más feo (y allí venía su inefable eufemismo)… más gustoso”.




Publicado en el diario El Universal de Venezuela el 29 de junio de 2015.