Si me quedara solo en una isla desierta atrapado hasta el fin de los tiempos...
Si me quedara solo en una isla desierta atrapado hasta el fin de los tiempos y tuviese la posibilidad de pedir tres deseos, no dudaría en afirmar que los tengo bien claros.
El primero sería un libro, pero obviamente no cualquier libro, porque tratándose de seleccionar entre todas las obras que se han sido escritos en el curso de la civilización, un ejemplar que me habría de acompañar hasta mi muerte habría de ser un texto deslumbrante, poseedor de la capacidad de mantenerme cautivo a la idea de tomarlo y releerlo cuantas veces fuese posible sin la eventualidad de cansarme o considerarlo aburrido. Además de que la obra habría de tener la característica de abarcar todo aquello con lo cual uno se podría sentir satisfecho al momento de dedicarse a leer. Este libro lo seleccioné la primera vez que lo leí y hoy, a mi edad, sostengo que no debo cambiarlo. Debe ser entretenido, divertido, causante de hilaridad, provocador de risa y de una profundidad abismal. Erasmo de Rotterdam escribió el Elogio de la locura y muy por el contrario de lo que su título podría producir como consecuencia de estar en una isla por infinitud de los tiempos, este texto paralizante y extraordinario sería la compañía literaria y filosófica que necesitaría para poder mantenerme medianamente cuerdo. En realidad, el título obedece a una traducción un tanto divertida, pues en su idioma original es un juego de palabras, que podría ser transcrito a algo así como elogio a la moria o elogio a la necedad, dependiendo del idioma. Un título que representa una broma genial del gran Erasmo a su amigo Tomás Moro.
El segundo sería una bodega. Pero obviamente no una bodega cualquiera sino uno de tamaño extraordinario, que pudiese contener la mayor cantidad de vino posible que durase al menos un centenar de años de guarda y que se pudiese consumir en cantidades suficientes para alegrarme cada día que pasase en la isla sin que faltase una sola gota de este hasta el final de mi existencia. Ese vino no podría ser cualquiera, ni siquiera el que tuviese el linaje de una familia creadora del producto de la vid, mucho menos el producto de una casa comercial. Tendría necesariamente que ser el vino que Cristo creó en la fiesta de bodas de Caná de Galilea y es reconocido por muchos cristianos como el primer milagro que se le adjudica a nuestra religión occidental preponderante por antonomasia. Con ese vino y con ese libro, creo que tendría para pasar al menos una centuria reflexionando sobre esto y lo otro, a la par de bailar y reír en una fiesta infinita de lo que podría ser una condena en una isla sin gente, sin amigos, sin allegados, sin compañeros de trabajo y fundamentalmente sin motorizados.
El tercer deseo, dado que ya no tengo tanta capacidad de maniobra para seguir justificando las necesidades básicas de un hombre atrapado para siempre en una isla sería obviamente una mujer. Pero ahí no podemos dejarnos llevar por lo banal, puesto que una mujer mustia sería la catástrofe existencial para alguien confinado en la isla. Tendría que ser una mujer muy especial, pero de manera imprescindible la más especial de todas, que respete mis momentos de lectura, que sea capaz de señalar que Erasmo es un genio, pero también un idiota por no entender a las mujeres y además celebrar conmigo el vino que Jesucristo enarboló como el primer milagro. Esa mujer debe saber bailar, debe saber reír con dientes de perla y debe (es necesario) recordarme que abusé del vino de cada fecha de todos los días que me ha de acompañar hasta el último día en que existamos. Sólo conozco una mujer que tenga esas cualidades y por eso me casé con ella. El tercer deseo sería que mi esposa me pudiese acompañar en la isla (y que no se moleste por ello), porque de todos los seres humanos con los cuales me he vinculado y de todas las posibilidades de vincularme con lo femenino, sólo en mi esposa he encontrado el sosiego y el hálito de sabiduría que es necesario para sobrellevar la existencia, tener una vida dignamente feliz y poder compartir los placeres de la vida que bien sabemos que cuando son compartidos con el ser amado son exponencialmente placenteros.
Esos serían los deseos que pediría si existiese la posibilidad, por quedar confinado en una isla y entender que aun cuando estoy en mi casa escribiendo este texto, estoy exilado en realidad en una isla que es el mundo interior de cada uno de nosotros, acompañado de la mujer que amo, la cual me sigue en mi mundo interior y en mis miserias de humano. Tengo, además, el Elogio de la locura en la cabecera de la cama, y por una idea tomada de Truman Capote, poseo siete ejemplares forrados de siete colores distintos de manera que cada uno de los mismos corresponda a un día diferente de la semana. Estando en mi propia casa tengo esos dos deseos cumplidos.
Me falta el vino milagroso, que, a falta de este, un tempranillo de la Ribera
del Duero sería medianamente suficiente para no pedirle tanto a la vida.
Publicado en el libro de mi autoría Para todos y para ninguno y otros ensayos. 2015.